lunes, 25 de enero de 2021

La venganza de Filomena

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A través de mis ventanas la nieve estuvo cayendo desde el atardecer del viernes hasta entrada la mañana del domingo.

¡Qué ilusión ver los copos posarse, cuál plumón agitado por Eolo, aquí y allá!

Una serena quietud reinaba en el paisaje, en la tierra, el planeta y el alma de los espectadores.

Nuestro espíritu alegre y ameno se fue transformando con el paso de las horas.

Lo que solía ser esperado con ilusión me volvió apesadumbrada y reflexiva.

La quietud y el silencio invadieron el espacio. Todo se tornó mudo y taciturno durante horas.

La caída incesante solo se dejaba ver.

Frente a la hermosura infinita contemplada cundía una temible pausa inerte, pasiva y desafiante.

La naturaleza empezó a esconderse bajo un pesado manto blanco que hizo inclinar la gallardía de sus ramas. Doblegó sus troncos más jóvenes y frágiles, por falta de experiencia. La belleza se apoderó del campo, lo domó, lo puso de rodillas ante el inmenso poder de la frágil, etérea e inocente nevada.

Filomena, nombre de musa del más hermoso de los mitos, se volvió demasiado abundante, pesada, empalagosa e indudablemente vengativa. Como todo lo que abunda en demasía. ¡Se volvió infumable!, que dirían muchos de sus sufridores.

¿Qué culpa tendremos los españoles de que la damisela fuera violada y ultrajada, según Ovidio, por su cuñado Tereo? ¿No le rindió ya el tributo merecido el grueso de nuestros literatos? ¿No le bastó el cántico poético de Lope? ¿Por qué ha venido, entonces, a descargar a mi país su ira? Me preguntaba yo, al contemplar el incesante desplome.

Frente a aquella inmensidad grosera y blanca uno no tenía más remedio que convencerse de la inexorable finitud del ser humano en nuestro Planeta.

Hasta el más desafiante se achanta ante semejante cándida magnitud. Incluso el verbo de tu garganta se amordaza. Se manifiesta lánguido y mortecino, como desconfiando de escucharse a sí mismo. Acallas tus palabras y enmudeces porque el más mínimo susurro sería una violación del mutismo reinante.

El movimiento va cesando. Las hojas y las ramas han desistido de su eterno balanceo. La espesa capa albina, sin culpa ni mancha, las retiene cohibidas, cabizbajas o atrapadas, como el pie del guerrero vencedor aplasta el cuello del luchador vencido.

La cúpula celeste, antes vomitando copos centelleantes, se ha insensibilizado bajo tonos grisáceos inexpresivos, dejando flotar sobre tu cabeza la tapa glacial de una olla a presión.

El paisaje, una vez verdoso, resplandece ahora bajo una luz albar cegadora.

Me vuelvo tímida, diminuta y reflexiva. Enjaulada por una vengativa y poderosa insignificancia argéntea e inmaculada que me retiene tras los vidrios y achica mi espíritu brioso.

Ultimada su venganza, contemplo, a la salida del sol, el devaneo del ir y venir de las aves. Observo la ensoñación de cómo el ruiseñor Filomena se encamina hacia la lejanía del bosque. Allí entonará sus más hermosos cánticos tristes y melodiosos. Las Prognes golondrinas ensangrentadas y heridas tratarán, en vano, de hallar a Filomena encaramándose a los tejados madrileños y manchegos. Mientras, el machista abusón y violador de Tereo, transformado en abubilla, volverá a escaquearse de la justicia española, alimentándose eternamente, como es su costumbre, de estiércol.