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jueves, 20 de noviembre de 2008

CUENTO: La princesa Sadeene
















Dedicado a mi amiga Shabeene

Érase una vez una Princesa, por nombre Sadeene, que moraba en un país muy apartado. Tan remoto, que nunca hubieses sido capaz de encontrarlo en el mapa, por mucho que te empeñaras en escudriñar el susodicho. Su apelativo, Sadeene, * le venía como anillo al dedo, porque hubo un momento en su vida que realmente era la Princesa más tristona que jamás habitara el universo. Era agraciada, más diminuta que Pulgarcita, de tez más albina que las cumbres del Kilimanjaro, sus ojillos y cabellos, de negro tan penetrante, que los de Luther King resultarían claros junto a los suyos, y de carácter más repipi y femenil que el de la Princesa del Guisante.


Nuestra Princesa creció vivaracha como una pandereta, y tan bien instruida que hasta Bernard Shaw la hubiese admirado por su juicio e ilustración. Aunque tenía en mente no casarse nunca y reinar como si otra Isabel I de Inglaterra fuese. Un buen -o mal momento, depende de cómo se mire- fue a tropezarse, al albur, con un majestuoso Príncipe que le hizo tilín, y la engatusó de tal manera con su verborrea intelectual, que se encontró en la disyuntiva de tener que darle el sí nada más que él hizo atisbos de requebrarla.


Todo se dejaba transcurrir tan felizmente en aquel dominio, que incluso las moscas se habían largado al país vecino hastiadas de tanta plenitud. Hasta que en una desdichada hora el malaje se dejó caer por allí. Cabalgaba el Príncipe en su corcel –¿Cómo podría haber sido de otra manera? Por lo poco más que acostumbraba a hacer, y porque eso es lo que suele ocurrir en todos estos cuentos- y tuvo un mal tropiezo, asi que allí se quedó su vida despanzurrada boca arriba, y sin darle tiempo a decir ni un "ay", se alejó para siempre de este mundo, y de su Princesa, yéndose a morar a no se sabe cuál.


¡Héteme ahí, a mi linda Princesa, más desesperada que a un yonki en el pico más alto de su mono! Su tesón, que siempre había sido más férreo que las vías del AVE, se trocó en natillas. No se encontraba forma de confortarla. Ni Fofito ni Milikito la hubieran sacado una sonrisa. Así que aseguró los ribetes de su boca bajo candado de seguridad, condenando a su blanco ejército a cadena perpetua. Tanto bajo los rayos del sol como los de la luna, durante el desvelo y el sueño, con sinsabor más amargo que la cicuta, plañía en pos de su ser adorado. Lloraba hasta tal punto, que sus lágrimas preñaron de fertilidad todos los campos de labranza de su reino durante un cúmulo de dilatados años. Los segundos de cada jornada se mudaron en milenios, y las horas se le mostraban tan perennes que, de una a otra, le llegó a medrar el pelo varios centímetros. Su trenza se hizo tan longa y fatigosa que necesitaron acoplarle un carrito para poder acarrearla en sus desesperadas idas y venidas por los exuberantes jardines de palacio. Su crisis se hizo tan abismal, ¡que ni Zapatero le hubiera encontrado enmienda! Podría decirse que, en aquella época, más que Sadeene hubiera que haberla llamado Sadeeness *, por la gran tribulación de la que era presa.


Durante uno de aquellos crepúsculos en los que nuestra Sadeene deambulaba arrastrando su agonía y su trenza -por chiripa y sin querer la cosa- fue a toparse con un galán que resultó ser –como más tarde ella descubriera- un Príncipe que estaba gobernando no mucho más allá de su país. Nunca antes sus ojos se fijaron en varón alguno después de la privación de su idolatrado. Pero aquél mismísimo instante Sadeene –sin saber cómo ni porqué- vio a aquél y se fijó en él. ¡Vaya si se fijó!... Como que, desde aquel momento, él se hizo un huequito en su intelecto empezando a llenarla de certidumbres y regocijos. (Hay que reconocer que su desasosiego era basado en fundamentos de peso, teniendo en cuenta que el Noble estaba casi tan bueno como el Príncipe Felipe, ¡ahí es ná!). Sus tropiezos se hicieron cada vez más fortuitos, acelerando su secuencia, hasta que llegaron a ser como el sorteo de la ONCE: un día sí y el otro también. Él, además de buen mozo, era el hombre más jocoso y lúcido que ella hubiera podido fantasear nunca. Todo lo que él parlotease o urdiera le resultaba saleroso a nuestra Princesa. Era capaz de hacerla desternillarse tanto que, al cabo de la jornada, reposaba tan plácida y sonriente como Pituso, mi gato persa. Más dichosa que los Siete Enanitos lo eran junto a Blanca Nieves. Así que, poquito a poco, las ojeritas de Sadeene pasaron de tiznarse de negro a malva –que dicen que es el tinte del amor ¿Sabrá nuestro psique de qué tono colorearse cuando ama?- Su piquito dorado, al principio, pronto dejó asomar risitas distendidas, que con el tiempo se tornaron francas, y el escándalo se introdujo en palacio cuando se le oyeron las carcajadas. La viudita se había vuelto jaranera... ¡Era intolerable! Ni porque le bajaran su pensión de viudedad, ni porque le subieran el IVA, ni porque sus súbditos se declararan en huelga... ¡Nada reprimió su júbilo! Pues... ¡Era necesario desposarlos presto -maquinó el Obispo- porque aquello ya era pábulo de todos los corrillos del feudo!


Sublevóse al principio Sadeene, porque era aún más flamante que la Princesa Letizia. Aunque al cabo del escaso intervalo de cumplir el anuario, aquel Príncipe logró enzarzar ya su corazón de tal manera -ciñéndoselo tan fuerte contra el suyo- que no le pudo sostener ni un "aguanta" ni un "no"... Así que una hermosa madrugada de primavera, ella no tuvo más remedio que darle el sí. Para exhibir su rehabilitada dicha al cosmos, la mañana del desposorio ella se negó a llevar tul. Desatando su mata de pelo, fue como flotando a la capilla. Mientras, cientos de pajecillos la seguían en derredor, ansiosos de domar sus inagotables cabellos que se cimbreaban en torbellino.



* NOTA:
Sad= adjetivo inglés que significa "triste".
Sadness= nombre inglés que significa "tristeza"


Madrid, 9 de noviembre de 2008