Aunque al principio estaba nervioso poco a poco se tranquilizó. Aquel joven pianista le había parecido de fiar a pesar del corto tiempo que se conocían. A penas hubo conversado con él por primera vez, se dio cuenta de que era todo un caballero y lo suficiente sensible como para comprender el asunto que le preocupaba. No tuvo la menor duda de que, a partir de aquel instante, todo cambiaría, tanto para él como para su hija. Él la adoraba y era capaz de hacer por ella cualquier cosa. No dudó en invitarle a su casa. Como era un hombre generoso trató a su convidado cual príncipe, dentro de las estrecheces que su familia pasaba. Puso la disculpa de que a su hija le encantaría escucharle tocar el piano, pero él era sabedor de que estaba estropeado desde que su esposa falleció. ¡Al fin y al cabo era una razón de peso para convencer a un pianista a visitar su humilde morada! Cuando el joven llegó, él tuvo en cuenta la cara de agrado con que miró a su hija por primera vez. Desde entonces ya no le quedó la menor duda de que había acertado en el hombre elegido para sacar a su adorada descendiente del sueño irreal en que se hallaba sumergida desde la ausencia de su madre. Su querida esposa enfermó gravemente cuando la niña contaba tan solo con 5 años de edad. Estaban muy unidas. Úrsula, que así se llamaba la finada, no tenía ojos ni voluntad más que para cuidar de su pequeña. Le hacía vestiditos para su muñeca, le ayudaba a vestirla, las dos la llevaban de paseo por el malecón, le hacían comiditas... Eran inseparables, hasta que la enferma no tuvo más remedio que abandonar lo que más quería por fuerza mayor y muy a su pesar. Desde entonces, Caléndula -le habían puesto ese nombre por ser el de una de las flores favoritas de su madre- no volvió a salir a la calle. Suplía la realidad, que no era de su agrado, por un mundo de quimera. Sus manitas creaban cada mañana un hermoso jardín florido, donde los pétalos eran sustituidos por abigarrados paraguas desplegados. Su hermosa cabecita era capaz de inventar todo tipo de historias sobre las sombras que la vidriera pintaba al transitar delante de sus cristales traslúcidos. Ella amaba, sobre todas las cosas, al balcón que había dado cobijo a la hamaca en la que su progenitora solía tomar el sol cada mañana. La pequeña se sentaba a sus pies y, aunque fingía dormir, se mantenía alerta a cualquier quejido o movimiento de su madre. Unas veces sus manos de nácar le ofrecían agua fresca a sorbitos, otras se la pasaban agitando sin cesar un abanico. Su corto juicio barruntaba, que mientras que su madre recibiera aquel aire fresco, no se olvidaría de respirar. Pero una mañana lo hizo. Y por más súplicas, gritos, llantos y sacudidas que recibió de la pequeña, su cuerpo había incumplido para siempre su promesa de no abandonarla jamás. El padre contempló con alborozo cómo ella fue abriendo su corazón al desconocido. El pianista comenzó a ganarse su amistad, hasta que ella poco a poco lo hizo su confidente. El padre pudo respirar aliviado porque su Caléndula había florecido en alguien real con quien platicar, capaz de prestarle sus oídos sin dar la menor importancia a que su cabeza, de vez en cuando, deambulara con rumbo incierto. ¡Por fin!... ¡Cómo ansiaba ir a reunirse con su amada sin más tardanza!
Berta Madrid, 4, diciembre, 2008 Relato basado el "El Balcón" de Felisberto Hernández y en la frase de mi compañera del Taller de Escriture "Pluma y Tintero", Isabel Fraile: "Aunque al principio estaba nervioso poco a poco se tranquilizó".
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