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miércoles, 6 de enero de 2010
RELATOS: Las navidades del 61
ueron las navidades que nunca he olvidado. Yo tenía séis años. Mi padre había muerto aquel 11 de noviembre de 1961, a los veintinueve años, de cáncer de colón tras un año y medio, que había sido terriblemente doloroso y desesperado para él, y dramático para toda la familia.
Pero mi madre, la mujer con más coraje que jamás se ha cruzado en mi vida, quería que tuviéramos unas felices fiestas, aunque ella estaba, con solo treinta y un años, agotada, casi anoréxica – y cuando veo la foto del libro de familia que nos hicieron al quedarme huérfana- compruebo que ella había envejecido hasta casi tener el aspecto de una de sesenta años.
El día 23, mamá nos vistió como siempre. Ya nunca más volvimos a ponernos aquellos horribles atuendos negros, que la prima de papá, Felisa, se había empeñado en que debíamos llevar puestos desde que papá expiró. Por la noche, nos dijo a Olga, mi hermana (4 años mayor que yo) y a mí, que nos sentáramos junto a ella, después de la cena, para escribir nuestra carta a los Reyes Magos. Me hizo mucha ilusión ¡era la primera que escribía en mi vida! Yo a penas supe garabatearla mientras que Olga corría escribiendo que se las pelaba y con una letra bien redondina, por lo que no le costó nada acabarla.
- Mamá ¿qué pongo?
- Pues lo que les quieras pedir...A ver ¿tu que quieres?
- ¡Que vuelva papá!
- ¡De eso nada! -protestó mi hermana- ¡por mí que se quede donde está y que no vuelva jamás!
- No, cielo, eso no se lo puedes pedir...
- ¡Jo! pero ¿porqué no?
- Es que su magia no es suficiente como traer a personas que ya están con Dios en el cielo.
- "¡Jo! ¡Pues, entonces no les escribo!", repliqué muy enfadada.
- Sí. Mira, te pueden traer cosas. ¿No te gustaría tener una cartera bonita para meter la pizarra, el pizarrín de la escuela? ¿Una que fuera azul, con un bolsillo para tus pinturas? ¿Una con correa, de esas que se puede colgar cruzadas?
- ¡Sí, vale!
- Y aún puedes pedirle alguna cosa más. Por ejemplo, unas poláinas ¡como siempre te quejas de frío en las piernas por las mañanas!...
- ¿Unas poláinas? ¿Como esas que llevan las chicas mayores?
- Sí, cielo, como esas. ¿Y de qué color las quieres?
- ¡Rojas! ¡Quiero que sean rojas!
- Bueno, ¿y si ya no les quedan de ese color?
- Pues entonces que me las traigan del color que les quede ¡Si no van a ser rojas, el color ya no me importa!
La tarde de Reyes, Elena, su mejor amiga me llamó para llevarme con ella y su hijo Alfredito a ver la Cabalgata a Ponferrada. Para mi era un viaje iniciático. Jamás había pisado semejante ciudad, que imaginaba debía estar muchísimas veces más lejos que la más lejana de nuestras fincas. Por aquel solo hecho ya me hacía ilusión ir ...pero además estaba la zanahoria de poder ver la Cabalgata de los Reyes Magos de Oriente. Aquellos majestuosos señores de los que siempre hablan las niñas de mi escuela, cuando regresábamos a ella después de las vacaciones navideñas. (Dña. Victoria, la maestra, me aceptó en su clase a los cuatro años para que hubiera alguién que se ocupara de mí durante el día. La enfermedad de mi padre era tan absorbente, que a mi madre no le quedaba tiempo para estar pendiente de mí todo el día).
Fuimos en el coche de línea que venía de Toral de los Vados. ¡Si de los Vados! Aunque yo siempre pensaba: “¿No querrán decir de los “vagos? ¿cuántos vagos habrá allí para llamarle así?”. Había muchísimas personas y niños esperándoles en la estación. ¡No sabría decir cuántas! Pero para mi eran muchas más de las que nunca hubiera imaginado ver reunidas. Muchas, muchísimas más de las que se juntaban para las fiestas del pueblo. Todos estaban muy contentos. Hacían gracias, reían, y los niños chupaban “chupachuses” que olían a fresa y les teñían las lenguas de rosa. ¡Era divertido mirarles!
-"¡Mamá, mamá!" –empezó Alfredito a tirar de la manga de su madre- "¡compranos unos chupachuses¡¡yo quiero chupachuses!". Sin parar.
- "¡Sí, a ver dónde los encuentro yo ahora!".Rezongaba ella.
- Mire señora, allí en aquella tienda, esa, ¿ve? La que está enfrente de la salida ... ahí los tienen.
Regresamos al andén de espera con deliciosas lenguas sonrosadas, y nuestras bocas haciendo agua con dulce sabor a fresa. Eso amortiguó un poco la inquietud y los nervios de la interminable zozobra. ¡Por fin llegó aquel ansiado tren con el vagón tan adornado que me pareció tan lujoso como las habitaciones de las princesas descritas en “Las Mil y un Noches”. ¡Y qué suntuosos atavíos llevaban puestos! Pensé yo, tal y como se decía en aquellos cuentos. Melchor, efectivamente tenía barbas y melenas blancas ¡era el más viejin!¡pobrecin!¡que pena me dio! Aquella larguísima capa roja ribeteada de armiño blanco con manchitas negras, te daban ganas de correr a pasarle la mano por ella ¿qué llevaría en aquella cajina dorada? "Oro", me contestó Elena. Gaspar, tenía también una larga y brillante capa de color azul, pero con aquellos pelachos pelirrojos no me gustó. No me gustaban los pelos de aquel color. Portaba un cofrecin, así oscuro, como de cobre, que según Elena contenía incienso "¡Qué asco, como el olor de la iglesia en Semana Santa!", pensé. El último en bajarse fue Baltasar. Me pareció totalmente lógico ¡como era negro! ¡Que precioso turbante verde, con adornos dorados, llevaba y con aquellos labios tan rojos ... mi color ideal ¡me encantó! Y desde entonces ha sido mi favorito.
De regreso me sentía flotando. Calladina, repasaba una y otra vez todo lo visto. Mamá y Olga ya no sabían donde esconderse para que no les repitiera cien mil veces lo mismo mientras mamá cocinaba la cena:
- ¡Qué bonito mamá, era todo tan lujoso y tan precioso!
¡Mamá había comprado, por fin, turrón duro para la cena! A mi no me gustaba aquel blandengue que me recordaba al dulce de membrillo. El que ella solía comprar siempre por los dientes de los tíos y de la abuela. A medida que tío Cecilio iba rompiendo las nueces iban desapareciendo de la mesa como por obra y gracia del Espíritu Santo.
-Estás son para Berta. ¡Niñas dejad que se las coma ella cuando acabe de fregar que le gustan con pan!
Imagen de la página 4 de "Cuentos de Navidad: El grillo del hogar", tomada de Questia
Como todos los años, para el postre, vino la tía Adela, que no era nuestra tía, sino la sobrina del tío Cecilio, pero que así la nombramos en casa desde siempre. (Además, en mi pueblo, todas las personas casadas, pasaban a tomar el sobrenombre de "tío o tía" automáticamnete delante del suyo). Como solía se sentó en la mecedora. Lentamente sacó sus gafinas. Las limpió de vaho con su desgastado pañuelín blanco. Se las colocó sobre su sonrosada naricina dejando tras ellas sus ojines picarones, vivo retrato de los de su tío, el de mi madre y el mío, y, echando una silenciosa mirada en derredor, mirándonos uno por uno, nos hacía callar, y como a imanes, fijarnos atentamente en sus rechonchas mejillas sonrosadas, sin pestañear desde que abría hasta que cerraba la boca. Sonriente, presumida y teatralizando, nos iba engatusando con sus nocturnas lecturas a diario durante el “Filandón”.
Mientras escuchábamos, mamá, siempre cosía. Tal vez Olga también lo hacía, pero eso no lo puedo recordar. Quizás bordaba o haría ganchillo. Pero mi tarea fija siempre era la de estar atenta a la mirada de mamá, para cuando le ordenara cambiarle el ladrillo caliente a la tia Isabel, con la intención de que no se le enfriaran los piés. A ella (a la tía Isabelona, como Alfredito la llamaba, por lo mal que me trataba) le había dado aquella noche por dejar de lado a sus puntillas, según ella "para no perderles los puntos"... ¡Como no sabía ni leer ni escribir, se ensimismaba durante las lecturas! Apoltronada en su sillón de mimbre -que, con toda certeza, habría sido hurdido, por su hermana y madre de la mía. Ya que aquél era el arte al que se dedicaba y del que sacaba para mal vivir- y con sus piés reposando sobre el ladrillo macizo, cardaba, descardaba, e iba colocando bellones en la rueca, y luego, primorosamente, lanzaba su "fuso" al vacio que subía y bajaba, como por arte de magia, girando sin cesar. Y yo me alegraba de su destreza, por que ...¡como se le cayera! ya me hacía a mi perder comba...¡y algún tirón de pelos, al dárselo, no había nadie que me lo quitara! El deporte favorito del tio Cecilio, su pobre marido, era, o atusarse la gorra, que cambiaba de manera de hacerlo según le fuera sugiriendo la historia o no parar de repiquetear con las llemas de sus rechonchos dedines sobre la mesa. A veces alguna lagrimina asomaba a sus ojines azules de "Picardías" -como era apodado en el pueblo- o se limpiaba el moquillo doblando y desdoblando varias veces su requeteplanchado pañuelín. Sobre todo si la lectura provenía de Dickens, porque siempre nos emocionaba. A mi me gustaba observar a mi madre enhebrar la aguja, colocarse el dedal que parecía de plata, elegir la tela, calzarse bien las zapatillas, levantar el faldón, poner sus pies sobre el travesaño de la camilla para calentarse en el brasero, recolocar bien la tela sobre la mesa, inclinar su cabeza y no levantarla más que para volver a empezar con otra hebra o para, con un leve movimiento de la misma -dependiendo del significado- y la mirada, indicar algo a Olga. Cosía y descosía, mientras su cara iba cambiando a medida que el relato progresaba. Aquella noche no, pero todas las otras, mamá me pedía que yo “sobrilara”. Tenía por costumbre pasarme mi agujina y el dedalín diminuto -que aún conservo y uso en mi meñique. Me daba los pernales o las costuras laterales, y yo, mientras soñando escuchaba, solía dar irregulares puntadas. Unas muy pequeñas, otras demasiado largas, unas eran muy juntas y otras demasiado separadas. Mamá me hacía hacer y deshacer, hasta que pronto descubrí que, no me interrumpiría la escucha si todas eran igual de largas y guardaban la misma distancia. Mi abuela no estaba. Mamá ya casi nunca invitaba a su madre, la abuela Bárbara, al filandón, porque ya sabía que para dormir se tenía que acostar con el garrafón, y sobre las ocho, normalmente, ya no se tenía en pié. Así que nos sobraba certeza de que se encontraría en su oscura casucha, hasta arriba embozada y acurrucada en su jergón.
¡Ah! suspiré profundamente relajando, por fin, mi estómago. Encogido desde que la tía Adela empezó con lo de que la Señora “Peribinguel” había dicho no se sabe qué, pero que había provocado que la olla empezara a sonar; lo nerviosa que me puso el cri-crí del grillo, los chup-chus de las cacerolas... hasta lo de “casado y yo no”, ¡habían transcurrido 35 páginas si yo dar bocanada!
- Tía Adela ¡quiero ver las estampinas!
Mi madre era adicta a las novelas por entregas. Las compraba y luego de releídas se las devolvía, al cabo de uno o dos meses, al vendedor a cambio de adquirir las siguientes más baratas. Aquellas novelas estaban escritas sobre un papel que era muy delicado, parecido al de la Biblia, pero casi transparente. Así que fui pasando con mucho cuidado las páginas casi translúcidas de “Cuentos de Navidad: El grillo del hogar". Todas aquellas novelas solían tener ilustraciones muy cuidadas. Algunas de ellas eran de un señor que las firmaba con el nombre de Auguste Doré. Esas eran las que más me gustaban. Este cuento no estaba ilustrado por él, solo decía, al principio, “Escrito por Charles Dickens“, “Publicado por los Hermanos Mcloughlin en 1911”, por eso ...¡me extrañó mucho que sus páginas se conservaran aún en tan buen estado y sin romperse ninguna! En la página 4 estaba sentada toda a familia Peerybingle – que así era como lo escribían en inglés. Ella me pareció preciosa y estaba felizmente sentada con su pequeñín en brazos, mientras John las miraba embobado desde atrás. El gatín delante de ella, a sus pies, me miraba, mientras el perro tumbado a la derecha, no se interesó por mi en absoluto. En la pared de la izquierda asomaba el reloj de cuco. Mojando mi índice, pero poquitín, para que mamá no se enfadara. Llegué a la de la página 32 donde la Señorita Slowboy, sentada junto al fogón, asustaba con sus gritos a la criaturina. El precioso perro tumbado pasaba de sus terribles historias y también de mí ¡Con lo flaca que estaba y aquel moño subido, tenía cara de loca! Pero me gustaban las sombras y el entorno, con lo que parecía un florero sobre un pedestal a la derecha, y el azucarero sobre la mesina redonda. ¡Qué pena que solo tuviera dos dibujos! Seguro que a mi padre le hubiera gustado sentarse a hacer copias de ellos, y... ¡habría parecido que los calcaba!
Imagen de la página 32 de "Cuentos de Navidad: El grillo del hogar"", tomada de Questia
- Mamá, cuando sea mayor, quiero una libreta como la de papá para copiar estas estampas, y también haré letras calcadas a esta primera. Mira mamá ¿no te gusta esta letra? ¡Mira qué bonita, toda llena de hojinas, raminas y flores!
- "Mamá, quiero una libretina como la de papá" -me remedaba mi hermana, sacándome luego la lengua.
- Sí, cielo, sí me gusta, pero ahora nos vamos a la cama, que ya es muy tarde y tengo que levantarme a las seis a ordeñar.
- ¡Jo, que pena! ¿Mamá, no me puedo quedar un poquitirrinín más?
- No, si ya todos estamos muy cansados y, mira... ya no hay ni brasa. Venga vamos a la cama.
¡Tan feliz estaba soñando que hasta había una estrella que se iba cayendo del cielo, cuando mamá me despertó gritando:
-¡Venga, de prisa, levanta!¡Corre, abrígate! ¡Ponte las galochas! ¡Ven que te envuelvo en el chal!
Y todo, tan de prisa, sin que yo pudiera ni reaccionar. Abrí los ojos y , de repente, mamá, Olga y yo estábamos en la cuadra. Mamaá me tenía sujeta en brazos y me seguía gritando alborozada:
-¿No es bonita? ¡Mira, mira tiene una estrella...ahí! ¿no se la ves? En el medio de la frente... ¡como resalta de blanca! ¡qué negrina es! ¿no te gusta? Mira que pequeña ¿no te parece bonita?
Delante teníamos a la jatina que Bonita, nuestra enorme vaca acababa de parir. Mamá me sentó en el montón de hierba. Se acercó a Bonita y echando besos al aire, empezó a pasarle la mano por lo ella decía que eran sus riñones:
- ¡Much, much!... muy bien bonita...muy bien...muy bien.
Luego roció a la ternera recién nacida con sal gorda. Mamá decía que era para que Bonita le lamiera la sangre y la dejara limpia. Y Bonita lo hacía. Mientras Olga me iba, poco a poco, enterrando dentro del montón de hierba, yo , de nuevo, me iba ahogando por el asma.
Cuando volví a despertarme ya mamá nos había migado la leche en el tazón. A mi me gustaba comerme primero las esponjosas miguinas de pan blanco -de las hogazas que mamá cocía en el horno comunal, una vez por mes, que era cuando le tocaba- bien blandinas; luego, al bebérmela, ponerme los bigotes todos blancos, como a un Micifuz, decía mamá, mientras me los limpiaba con su mandil. En frente, Olga -como todas las mañanas- me hacía muecas, a ver si picaba y con la risa se me escapaba todo por la nariz. Pero aquella mañana, no piqué. Y mamá se ahorró el darnos con la zapatilla para que termináramos con las risas y el desayuno. También nos había preparado una rebanada de pan tostado, cubierto de nata de la leche recién cocida, con un poquitin de azúcar por encima. ¡Qué rico!¡Como a mí me gustaba! ¡Que no estuviera muy dulce!
¡Que sorpresa! Al ir a calzarme mis madreñas ¿Adivinas lo que había sobre ellas? Una cartera azul, de esas de colgar cruzadas, con un bolsillo de cremallera amarillo, y dentro había un cuaderno de doble línea de Rubio con las pastas azules, una caja de séis lápices de colores Alpino...¡Oh, las poláinas eran verdes muy chillón!¡Me colgué mi cartera y me enfundé en aquellos horribles leotardos - siempre que me los puse me parecía ir enfundada en una lechuga...pero bueno ¡me los habían traído!- antes de salir a la calle.
Imagen tomada del PPS "Tombe la neige" ("Cae la nieve") de Adamo, enviado por Fernando ayer mientras yo estaba terminado de escribir este relato, y ... ¡que casualidad!... se parece mucho a mi pueblo -justo al lugar donde se encuentra la casa nueva de mis padres, en la Carretera de Posada, en Dehesas (León, España)- cuando está nevado.
¡Y otra sorpresa! Cuando volvíamos al establo a ver como seguían Bonita y Estrellita -aquel era el nombre que mi madre le había dado- comenzaron a caer copos y no paró de nevar en tres días. Todo Dehesas, mi pueblo, se cubrió de una espesa capa blanca, como en las imágenes que había visto sobre la Navidad. Olga y yo nos pasamos los días tirándonos bolas de nieve. Aprovechamos la nevada, para apretarnos la nieve bajo los tacones de nuestras madreñas y caminar todo el día sobre unos grandes zancos y cuando nos caíamos de ellos...¡que juerga! ¡Nunca me reí tanto!
Madrid 6 de diciembre de 2010, 22:50
DEDICATORIA: Olga, yo no se hacer patucos, no me dedico ya a tejer, como tu lo haces, así que este es mi regalo de Navidad para ti, Miguel, Cristina, Ruth e Iván y respectivas parejas. También podrías leérselo al pequeño Miguel. Es posible que le guste escucharlo. En recuerdo de nuestras noches de "filandón".
También te lo dedico a ti, Fernando, ya que gracias a uno de tus maravillosos PPSs (aquél dedicado a la madre con los retratos de las mujeres cosiento ¿te acuerdas?) me inspiraste para que escribiera este relato y tomara una foto de otro.
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