domingo, 16 de marzo de 2025

Ejercicio de memoria

 Ejercicio de memoria

Era una cárcel de cristal, tan frágil que parecía que un suspiro podría romperla, pero encerraba algo más oscuro que la noche. Dentro, en el centro, en el interior de un tubo traslúcido, iba tumbada. Yo no sabía quién era, pero presentía que era una mujer. Su cuerpo estaba descubierto hasta la cintura y desde ella, hasta los pies desnudos, la cubría una sábana blanca. Su tez era morena, aunque no pude ver su cabeza ni su cabello. No se distinguían en la distancia. Pero sí puede ver, atrás, unos tubos gruesos, de plástico, sin color, que surgían de debajo de sus pies, colgando hacía afuera. Entre ellos, una caja, cuadrada, baja, de color azul claro y brillante, guardaba algo que no supe adivinar. Aquel carruaje, se deslizaba, lentamente hacia alguna parte, a la derecha. Dejaba, a su paso, un penetrante rastro que me recordó al alcanfor, o no, … a pino, quizás. De fondo el ulular de un búho lejano se dejaba oír. 

Luego me lo encontré, de repente, en un semi garaje, pero estaba vacío, sin vehículos, ni señales, excepto aquella especie de ambulancia. Se detuvo. Entonces era difícil percibirlo sin luz y por su transparencia. No le quedaba rastro de luminosidad. La penumbra engullía todo a su paso, dejando apenas resquicios de formas que jugaban a ser sombras. Tampoco se escuchaban trazas de naturaleza.

Esperé sin saber a qué, presa de una mezcla entre inquietud y curiosidad. En un instante el carruaje comenzó a transformarse. Su puerta comenzó a deslizarse hacia mi lado. Sentí un frío helado al roce del cristal. El olor a humedad se acrecentaba al abrirse. Lenta. Sin ruido. Sólo un profundo silencio embargaba aquel espacio. El silencio no era tranquilo, sino sofocante, como si el aire mismo contuviera un secreto que se negaba a revelar. La puerta. Se había ido abriendo. Muy despacio. Demasiado. Yo contenía la respiración... Y luego… ella. Entonces la vi salir. 

Su vestimenta era distinta ahora. Su vestido de color caqui, ceñido, parecía una máscara más, sacada del caparazón de una tortuga, por su textura, pero sus ojos, vacíos como pozos sin fondo, no dejaban dudas: algo había cambiado. Algo que no debía estar ahí. Estaba elegante, lozana, como en los mejores años de su juventud. Su melena castaño oscuro, fosca, sin brillo, se deslizaba hasta la cintura. Su flequillo, desviado hacia su oreja derecha, caía triangular, flexible, prolongándose, hasta besar ligeramente su mejilla. Su tez pálida. Apagada como un cráter de luna. Sus ojeras profundas. 

Caminó hacia mí sonriendo, amistosa. Cuando estuvo a unos pasos de mí me alargó sus brazos, terminados en unas manos largas, delgadas y blanquecinas. Me invitaba amablemente, pero muda, a acercarme. Ladeó su cara. Dejó entrever una misteriosa sonrisa. Dentro de su boca albergaba unos dientes oscurecidos, como enmarcados por el moho. 

Entonces recuperé le memoria. No podía irme con ella, por muy insinuante que intentara atraerme. Lo supe en aquel instante. Comprendí.  Aquella sonrisa no me invitaba. Me advertía. Porque hacía dos semanas que su alma había abandonado este mundo.

Sentí un calor agobiante. Sofocante. La respiración se hacía difícil. El aire se secó. Un escalofrío, como un látigo, recorrió mi espalda. Con la mano derecha me agarré el pecho izquierdo. Dentro de mis oídos latía mi corazón galopante. Luego a ambos lados de mi garganta. Tenía que reducir aquel zumbido en mis oídos. Respiré hondo varias veces. Una, dos, tres...

Las pesadillas no pueden hacerse realidad, ¿verdad?