Hoy me he pasado unas
horas leyendo tu perfil de Facebook tratando de buscar una respuesta, pero todo
lo que he encontrado son mensajes tuyos en los que dabas gracias a Dios por la
vida, junto con otros que denotaban tu profunda fe cristiana mezclados con
otros fetichistas o de creencias en magias. Esos siempre me chocaron. Pero ni
un rastro hallé de lo que buscaba.
Me has dejado, nos has
dejado, sin una sola pista. Perplejos, desolados, doloridos, con esa eterna
pregunta, que ya nunca se borrará de nuestras mentes mientras respiremos y te
recordemos:
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué ahora, cuando parecía
estar mejor y más feliz?
Cuando me enteré de que
nos habías dejado, no entendía cómo era posible, si tu salud no parecía tan
frágil como para eso. La última vez que hablamos me comentaste que eras más
feliz que nunca, que te encontrabas mejor:
¿Habrá sido un infarto
entonces? Sí, ha debido ser un ataque repentino. Pobrecita.
Al día siguiente, me
confirmaron que te habías arrojado por la ventana de tu nuevo piso. Me puse a llorar
y a gritarte:
¿Cómo te has atrevido a
hacerme esto? ¿Por qué no me llamaste? Si tu sabías que yo siempre estaba aquí
para ti. Para hacerte todo el teatro telefónico que hiciera falta, que con mis
tonterías era siempre capaz de hacer que te partieras de risa, de levantarte de
la cama cuando estabas postrada en ella, de hacerte comer cuando rehusabas a
ello…
Tu marido me ha
confirmado que no dejaste ni una nota. No lo entiende. Nadie lo entiende. ¿Cómo
vamos a entenderlo?
Con la ilusión que te
hacía poder ser abuela ¿por qué has dejado al nieto que va a nacer sin que
pueda conocerte?
Si ya nos resulta imposible
asimilar cuando a alguien le llega la muerte de forma natural o por accidente,
cuanto más imposible es de comprender que, alguien decida hacer menosprecio de la
vida de esa manera.
No puedo sacarte estos
días de mi cabeza. Imagino en lo bien que lo íbamos a pasar cuando fuera a
verte en tu nueva vivienda, recorriendo abrazadas por los senderos que
recorrimos en nuestra infancia, rememorando aquellas noches en que te quedabas
a dormir en nuestra casa que considerabas tuya, o cuando nos saludábamos
felices al amanecer de terraza a terraza, con los trenes pasando de por medio, cuando,
de adolescentes comenzamos a ir juntas a
las fiestas regresando alegres acompañadas de nuestros primeros novietes, cómo
nos reíamos por nada, por el mero hecho de estar juntas.
Ahora, el día que regrese
al pueblo en que nos criamos, ya no será para visitarlo en tu compañía, sino para mostrarte, a través
de mis ojos, la tristeza y soledad del paisaje que nos vio crecer juntas como dos
hermanas, sin serlo.
Cada vez que alce mi
vista al cielo trataré de imaginar que, en algún lugar remoto, en el que tú
creías, estarás contemplado lo que hago, leyendo mis pensamientos o dictando
mis recuerdos. Prometo que intentaré comprenderte.
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