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domingo, 21 de diciembre de 2008

REFLEXIÓN: Sobre el valor de las cosas


















Muy pronto estaremos en Navidad y ya casi todo el mundo ha comprado algún regalo, o un objeto, para una persona querida. Las cosas se apilan y amontonan en nuestras vidas, llegando a formar parte de ellas y – para la gran mayoría- adquieren un valor desmesurado, desde mi punto de vista.

Últimamente estoy un poco filosófica, y he comenzado a analizar la forma en cómo vivimos en el mundo occidental. Nos meten el consumismo entre ceja y ceja, y si no quieres ¡toma dos!

No se porqué, pero cada vez tengo menos ganas de comprar regalos, o cosas, para nadie.

Hay personas que valoran más los objetos que les rodean que a las propias personas con las que conviven. Y discuten, o se ponen hechos una fiera, si alguien cambia uno de sus objetos de lugar – al limpiar, por ejemplo- o lo toca sin su permiso, ¡uf! y ¡para qué hablar...si alguien se lo estropea!

Mi difunto esposo y yo teníamos discrepancias sobre el valor de las cosas. Por ejemplo: no me dejaba conducir “su” coche –comprado con el dinero de ambos- porque “yo” lo podía estropear. Yo me negué a comprarme otro. Así que volví a conducir después que él murió (1994)...y ¡nunca he tenido un parte al seguro!. Era un “triquis miquis” para los juguetes de nuestros hijos, siempre les advertía de cómo tenían que jugar con ellos para que no se rompieran, y había que guardarlos siempre en sus cajas por separado, que debían conservarse intactas al cabo de los años. Por supuesto, los suyos estaban incólumes a pesar de los años. Decía que yo era una consentidora porque dejaba que nuestros hijos jugaran encima del sofá del salón. Según él no era un lugar adecuado para que los niños jugaran. Pero a mis hijos les encantaba que yo les llevara corriendo de un extremo a otro del salón sentados en el sillón mientras cantábamos: “¡Maya, Maya, Maya!” imaginándose que eran el Willy de esa serie, cuando bajaba por la corriente del río sentado encima de una hoja. Yo había entrado de pequeña en hogares donde todo estaba muy limpio, ordenado y en su sitio, pero siempre me dio la impresión de que eran hogares sin vida. Dado el espacio tan reducido que es mi piso, y puesto que me gustaba que mis niños disfrutaran de lo lindo los fines de semana, mi salón se convertía en un paraíso de juegos para ellos. Podían disfrazarse, maquillarse, saltar – no teníamos vecinos abajo, así que no les molestaban-, o llenábamos toda la alfombra con piezas de Lego, y luego hacíamos casas que nos inventábamos juntando las piezas. Su padre no entendía mucho que yo disfrutara tanto como ellos con sus juegos. Él solía contar cómo jugaba de pequeño, pero no participaba en los juegos de nuestros hijos, a no ser que se dedicara a hacer malabares para ellos con la fruta o los frutos secos, pero donde ellos eran meros espectadores.

En fin, todo esto viene a cuento porque hay personas que valoran tanto las cosas que se olvidan del valor de las personas. Se que mi esposo tuvo tiempo de reflexionar sobre esto y sobre otras cosas más importantes, cuando estaba en la UCI antes de morir. Y me hizo saber su cambio de actitud al respecto...seguramente ¡por fin! Se dio cuenta de que las cosas que nos rodean no son más que algo de lo que nos servimos para que nuestra vida sea más cómoda, divertida o agradable, pero nunca su valor debe estar por encima del afecto que sentimos por los seres que nos quieren. Seguramente llegaría al a conclusión de que al final, lo único que realmente merece la pena es tener a tu lado a una persona -que despojada de todo lo material- está ahí para cuidarte, mimarte, hacerte compañía, alegrarte la vida y luchar contigo por mantenerla a flote.

Vivimos en una sociedad “idolatrizada” que se rige por los iconos. Hay personas que incluso conservan los objetos que pertenecieron a otra persona como un “token” -estatuilla que representa al objeto real- pero ningún objeto, por muy querido que hubiera sido para esa persona, puede darte la dicha de su presencia. Es más, parece que todo lo material que le perteneció te sobra, porque no puede sustituirlo. Bueno, al menos así siento y pienso yo. ¡Claro que yo soy iconoclasta!...Quiero decir que no valoro los objetos, y que no cambiaría el afecto que siento por una persona por el de sus objetos...pero me consta que hay personas a las que no les importa romper con alguien alegando, por ejemplo “Es que me tocó...¡sin mi permiso!”, o “Le dejé...y ¡me lo estropeó!”... y son capaces hasta de guardarte rencor u odiarte, por ese motivo, ¡pa’ los restos! Incapaces de ver los atributos positivos que hay en ti, y lo único que ven es que eres un “agresor” contra “sus” pertenencias. Algo, que a vista de pájaro, me parece un actitud completamente pueril.

Se me ocurre reflexionar sobre esto en tiempos de Navidad, donde se compran tantos artículos superfluos, y porque se nos hace creer – a través de la publicidad- que los niños no pueden ser felices sin ellos. Desde mi punto de vista lo más importante para los niños son los gestos que les hacen sentirse protegidos y amados. Todo lo demás les sobra, porque tiene la suficiente imaginación como para convertir cualquier cosa en juguete. Ah!...¡pero no dudes en comprarte un bonito juguete...sin fingir que lo haces por tus hijos...si eres uno de esos adultos frustrados, que de pequeño no tuvo el regalo deseado!

Madrid 21, diciembre, 2008